EL GRAN PASAJE CONVERSACIÓN CON EL HERMANO JUAN

La Montaña Santa es una república monástica integrada en el territorio de Grecia; en su pico resplandece el Monte Athos (2033 m) que domina el mar Egeo, tumultuoso en este lugar. Cuenta una tradición que la Virgen María, acompañada por el apóstol Juan, fue sorprendida por una violenta tempestad y que el barco encalló cerca de Iviron. Seducida por la extraordinaria belleza del Monte Athos, le pidió a su Hijo que le concediera su soberanía. Se oyó una voz celestial que decía: «Que este lugar sea tu jardín y un puerto de salvación para aquellos que aspiran a ser salvados.»
Desde la fundación del primer monasterio (el Gran Laura) en el año 963 por San Atanasio el Athonita, la influencia espiritual del Monte Athos ha sido inmensa, tanto en el arte como el pensamiento o en la teología. ¡Verdadero faro de la ortodoxia! En la actualidad, 1600 monjes ortodoxos de todas las nacionalidades (griegos, rusos, búlgaros, servios, rumanos...) viven en veinte monasterios bajo una asamblea y un presidente (Protos) elegido por un año, residente en Karies, la capital administrativa.
Olivier, un joven peregrino occidental a quien vamos a acompañar, tuvo que hacerse con un visado (diamonitirion) para penetrar en el territorio de la Montaña Santa. Cruzó la frontera como si pasara al otro lado del espejo. Aquí no hay electricidad, es otro calendario (trece días menos de diferencia con respecto al del mundo), otra hora, es medianoche cuando el sol se pone, los desplazamientos se hacen a pie o en barco... Tras varias horas de marcha, nuestro peregrino llega a la puerta de un monasterio donde el Padre Ianis lo acoge con su barba gris, su skouffa (toca) y su amplio manto monástico negro; este monje parece salir del fondo de los tiempos.
Tras las presentaciones acostumbradas: nombre, lugar de origen, filiación o religión, el diálogo comienza por una sonrisa ente una taza de té.

(Olivier) Padre, ¿qué significa la fiesta de Pascua?
Pascua significa en hebreo «pasaje»; para los cristianos esta fiesta simboliza la resurrección de Cristo, que pasa de la existencia a la Vida habiendo vencido a la muerte por la Muerte.
«Porque es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá o que está escrito: La muerte ha sido sorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? »(I Cor. XV 53-54)

Lo concibo, pero temo no entenderlo bien.
Antes de intentar comprender el insondable misterio de la resurrección, intentemos simplemente penetrar el significado de las palabras en su raíz:

Pascua significa «pasaje». Pasaje de la existencia a la vida eterna por el crisol de la muerte.

Resurrección significa «enderezarse». El hombre, mediante la cruz vivificante, pasa de la horizontal de hombre rastrero, al estado vertical, es decir: de Hombre Nuevo.

La Cruz es una llave de vida colocada en la cima del cráneo (Gólgota), es un instrumento de transfiguración que ordena el espacio-tiempo y que se abre, en su corazón, a la eternidad, al infinito. No es un patíbulo con un cadáver clavado.
Cristo significa «ungido de Dios», la unción confiere la dignidad. Es aquél que manifiesta al Padre celeste y realiza el Camino, la Verdad y la Vida.

La Luz es un Fuego vivificante que transmuta la materia opaca e inerte en poder espiritual. Este Fuego penetra, sin disolverse en él, el fuego de Gehena, el cual, por su parte, quema todo lo corruptible; nuestros pensamientos, nuestras emociones, son cuerpos.

Así pues, Pascua simboliza el pasaje de un estado viejo, corruptible, a un estado nuevo incorruptible, el del «cuerpo glorioso». El Hombre es reintegrado, por la Misericordia divina, a su dignidad primordial.

«Decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame. Porque quien quisiere salvar su vida, la perderá; pero quien perdiere su vida por amor de mí, la salvará.» (Luc IX 23-24). ¡Si la muerte es un fin, entonces la vida es vana!

Explique eso también, Padre.
Moisés (Exodo XII), cuando las diez plagas de Egipto, instaura la Pascua Judía por la sangre del cordero. Mediante el signo puesto sobre cada dintel de la puerta de las casas, salva al primer niño varón del pueblo judío y condena al primogénito de los animales y de los niños varones de los egipcios. Luego lleva a cabo, con el pueblo elegido, el primer «pasaje» por el Mar Rojo. Los judíos abandonan una tierra de servidumbre (extranjera) para entrar en el desierto del Sinaí donde permanecerán durante cuarenta años, encontrando en ella pruebas, tentaciones, ilusiones (el becerro de oro)... y alegrías, las de recibir, por ejemplo, las Tablas de la Ley que les revelan el camino a seguir para regresar a Dios.

Por el Jordán se cumple el segundo «pasaje», el pueblo abandona el desierto para entrar en la Tierra Prometida, donde fluyen la leche y la miel. Hay que observar que ningún anciano, ni Moisés, ni Aarón... penetra en el Jardín. El hombre viejo sirve de peldaño al Hombre Nuevo; nunca lo corruptible penetrará lo sutil.

Usted sabe que la Pascua cristiana viene precedida de cuarenta días de ayuno riguroso, acompañados de lecturas apropiadas para el gran combate del desierto interior.

¡Si! Comprendo todo lo que usted dice, pero no veo cómo integrarlo en mi vida.
Porque escucha las palabras como un relato histórico y no como un acontecimiento intemporal que debería vivir cada día en su corazón.

¿Cómo?
Tomando conciencia de que vive, cada minuto, el pasaje vertiginoso hacia una nueva vida inspirada, surgida de una muerte transitoria, la expiración. Ponga, por ejemplo, en el aliento, la Presencia Divina. Hay una muerte que da a luz la Vida. La muerte del ego revela el Ser.

¿Significa la muerte del ego la negación del cuerpo? Pregunta Olivier con humor e inquietud.
¡Nada de eso! No hay que negar el cuerpo, sino transfigurarlo. «...que no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires.» (Ef. VI 12).
«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (I Cor. III 16)
La renuncia es una superación interior por integración, un alegre soltar presa, no una negación. Este giro se cumple por implosión, pero lo que no está asumido no puede ser transfigurado.

El Padre Ianis calla, luego pone un ejemplo para evitar quedarse en el concepto.
Imaginemos una almendra que un campesino planta en invierno (encarnación de Navidad); tras un cierto período de maduración en las profundidades se produce un acontecimiento increíble: la cáscara dura se desgarra, se pudre en la Tierra-madre para dar nacimiento al tierno germen. Para el jardinero, esta degradación es la señal del proceso de vida.

* * *

Todo hombre, al venir al mundo, es portador de una chispa de luz divina. Yo soy la Tierra que lo acoge. La disolución del ego, que no es una negación, le permite al alma eclosionar. Aquél que se apoya en la degradación de su yo, cae en la revuelta, el sufrimiento, el sin sentido, la locura... Pero aquél que contempla, más allá de esta prueba, la evolución de su propio destino, entra en una alegría inefable. No le pedimos al ego que comprenda el misterio de la vida, sino que obedezca a su vocación: la de servir de matriz al Espíritu.

«Mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día». II Cor. IV 16.

Incluso el intelecto está ligado a la materia. La sabiduría infinita de Dios está limitada por la razón. Sólo la inteligencia del Corazón presiente el misterio.
Cuarenta días después de Pascua, la Ascensión, la semilla debe vivir un nuevo pasaje, el de la tierra al cielo. Las raíces horadan la corteza terrestre para elevarse, mediante el tronco, al vacío, la pirámide invertida de las ramas acoge la luz del sol. El poder de la cruz, como instrumento de pasaje, parece aquí evidente:

«El mismo que bajó es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo.» (Ef. IV 10)

Diez días después, cincuenta días después de Pascua, Pentecostés, fiesta de las cosechas y de la recolección de los judíos. El árbol da frutos, los apóstoles reciben la luz del Espíritu Santo. Cristo debería abandonar la Tierra para enviar las «lenguas de fuego» sobre cada apóstol sentado con los otros en el mismo lugar. Cada etapa corresponde a un cambio de nivel de conciencia, que viene determinado en función de la maestría del viejo.

Pero San Juan, en el Apocalipsis (Ap. XX 14), habla de la «segunda muerte»: aquél que rehusa, en su tiempo, llevar su cruz, morir en la Tierra-madre, asfixiará al Espíritu que lo habita. El germen se deseca en la almendra, el huevo se pudre en su cáscara. Esta «segunda muerte» es un suicidio espiritual, un asesinato del espíritu que sólo yo puedo provocar.

¿Cómo vivir este «pasaje interior»?
¡Usted es el camino! Recorred el mundo a la búsqueda de un método para alcanzar la Verdad, pero no hay técnica para elevarse hacia Dios. El asceta utiliza la humildad, la obediencia y la paciencia para escalar sus propias profundidades hacia las profundidades divinas (I Cor. II 10) animado por la luz del Paráclito; al igual que no hay técnica para volverse un genio, aunque el artista utiliza técnicas para expresar su genio. El arte es ante todo una proyección del espíritu; el artista encarna su inspiración en la materia y la fecunda con su poder. Es el dominio interior, la pureza de la mirada, la precisión del gesto, la autenticidad del corazón... lo que distingue a los creadores de entre ellos. ¡Hagamos de nuestra vida nuestra primera creación! 

Dado que no hay método, y que debemos hacer de nuestra vida una obra de arte ¿qué me aconseja usted?
Primero, distinguir la Meta de los medios.¡La Meta suprema del hombre es Dios! Un Dios vivo, personal, no un ídolo abstracto.¡El medio, es usted!

No hay nada exterior que añadir en el hombre, todo está ya inscrito en germen el él. La Tradición enseña, a aquellos que tienen fe, el camino interior a llevar a cabo para participar en la propia deificación. La Vía pasa por exigencias: vigilancia, perseverancia, obediencia, fidelidad, alegría, escucha... Utiliza métodos para verificar la autenticidad del discípulo, métodos que provocan replanteamientos transfigurantes. Comprometen siempre nuestra libertad: el ayuno, la vigilia, la ascesis, la plegaria, la alabanza.

¿Ha hablado de métodos?
Sí, se inspiran en los Evangelios y fueron elaborados, como una escalera, por los Padres a lo largo de los siglos, y experimentados por millares de ascetas.
Dado que estamos en el ciclo pascual, vamos a profundizar en aquellos que vivimos en este momento:

Los cinco domingos que preceden a la Cuaresma, enseñan, a través de cinco lecturas de los evangelios, las virtudes que hay que adquirir antes de lanzarse al gran Combate Interior; cada cual encuentra esta lucha universal y eterna del alma humana.

El primer domingo, el de Zaqueo (Luc XIX 1-10) describe la historia de un publicano que, demasiado pequeño para ver pasar a Jesús por Jericó, se sube a un sicómoro. El primer movimiento hacia Dios es el deseo. Deseo de superarse, de elevarse por encima de la propia naturaleza, pues la Meta del Hombre no es lo humano, como ya he dicho, sino que la Meta última del Hombre es lo suprahumano. No es un deseo que sale de nosotros mismos, horizontal, sino un deseo que nos hace descubrir la Presencia del ser amado en un más allá, en lo más profundo de nosotros mismos.

Luego Zaqueo invita a Cristo a compartir su comida. El alimento es aquí espiritual: mediante un acto ritual, ofrecemos a Dios nuestra carne y nuestra sangre en ofrenda no sangrienta. La obra se basa en su propia substancia; como un artista «se da» entero en su arte sin por ello agotarse. Se multiplica por este don sutil de sí mismo.

El segundo domingo es el del publicano y el fariseo (Luc XVIII 10-14). El uno está orgulloso de sus prácticas religiosas, instalado en la comodidad de una práctica rutinaria; el otro, el publicano, reconoce simplemente sus propias faltas y pide humildemente a Dios que lo ayude a apaciguarlas. La evolución no puede cumplirse sin replanteamiento sincero orientado hacia la unidad.

El tercer domingo es el del hijo pródigo (en griego «el Padre misericordioso») (Luc XV 11-32). Tras el deseo, la toma de conciencia, he aquí el regreso al Padre. El hijo ha dilapidado toda su herencia con gentes e mala vida. Vuelto pobre, se halla solo, exilado en una lejana tierra, sin comer siquiera el alimento de los puercos. Decide venir a su padre, que lo acoge con alegría. Cada palabra, aquí, al nivel espiritual, es de una riqueza inconmensurable. «¿Qué has hecho con el talento que te di?» (Mat XXV 14-30). «...porque al que tiene se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará». Ante Dios, yo soy responsable del mal que he hecho, pero también del bien que no he realizado. Y tenemos, en esta parábola, la imagen de la segunda muerte. El ego encerrado en una tierra extranjera no vive su vocación de hombre: imagen de Dios que debe alcanzar Su parecido, disfruta de la existencia sin dar frutos.

El cuarto domingo es el del Juicio Final (Mat. XXV 31-46). Todas las naciones están reunidas en presencia del Hijo del Hombre que separa las ovejas de los cabritos. No es el día de la condenación, sino el del Amor infinito.
Para expresar mejor toda esta paradoja de la «sabiduría de Dios que es locura para los hombres», la Iglesia escoge el día del Juicio para hacer de él también el día del carnaval. Cada cual lleva la máscara de su escarnio, de su verdadera naturaleza reprimida, de su ambición decepcionada o imposible... Mediante este exorcismo, el hombre encuentra de nuevo el humor fabuloso del justo que, penetrando en sus tinieblas, ve sus propias debilidades como ilusiones o como el espantajo de la gloria efímera del mundo, diciéndose: «si soy rey por un tiempo, vivo eternamente». Su risa está mezclada con lágrimas pues los fantasmas, cuya causa es él mismo, le ocultan la Presencia de Dios.

El quinto domingo es el del gran perdón. Después del deseo, la toma de conciencia, el regreso al propio Origen y la radiante tristeza. Llega el tiempo en que cada cual, con su perdón, libera a su hermano del peso de su deuda. Misericordia que lo vuelve parecido a la Misericordia divina, lo cual le permite entrar en resonancia con el poder infinito del Perdón divino, que libera al hombre de la caída. «Lo parecido atrae a su parecido».

Todas estas lecturas plantean en cinco semanas las condiciones necesarias para participar con un espíritu junto y despierto en el gran Combate interior del la gran cuaresma. Durante este largo período de cuarenta días, el fiel provoca involuntariamente incidentes en él, mediante el ayuno, la vigilia, las largas plegarias, con el fin de despertar a la bestia y descubrir sus desiertos, sus puntos débiles o sus conflictos. No hay aquí morales castradoras, ni culpabilidades inútiles, ni rechazos o hipocresías, cada cual permanece solo ante sí mismo y ante Dios. Pide a su padre espiritual o a su confesor que lo acompañe en la toma de conciencia sincera de su propia naturaleza. El fiel lleva a cabo, por la gracia de Dios, escamondaduras vivificantes en el bosque verde de su cuerpo con el fin de transfigurar las pasiones en virtudes, haciendo de lo que está espalda contra espalda un cara a cara silencioso complementario. 
Estos cuarenta días de ascesis en el espíritu preparan el cristiano a la Pascua, y la Pascua vivida en el seno de la Iglesia, lo vuelve partícipe de la Resurrección de Cristo vivo hoy en nosotros, aquí en el corazón, volviéndonos «herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rom VIII 17).

«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (Luc XXIV,5)

¿Cómo hacer?
Un bailarín aprende el baile bailando, no meditando en los libros. El primer movimiento para entrar en la danza es interior, el del deseo. No se puede obligar a nadie a que dé su ser, el arte es un don de sí que corresponde al desbordamiento de la propia naturaleza, una expansión interior que se manifiesta armoniosamente en la obra. El arte no alivia al ego reproduciendo su propia imagen.

Tomando conciencia de sus límites respecto a su deseo, el bailarín le pide a un profesor que lo inicie en el rigor de la técnica, con el fin de integrar y de adquirir la maestría interior. Trabaja diariamente cada gesto descubriendo todas sus debilidades, busca a cada instante volverlo más ligero y poderoso en una armonía justa y purificada. No hay en esta aproximación interior ninguna violencia, ningún masoquismo, el sufrimiento se halla sublimado por el amor al arte. Con este ejemplo he intentado interpretar, en otro lenguaje, las cualidades que preceden a la cuaresma. El bailarín es un sirviente enamorado de su arte, le entrega todo su cuerpo con el fin de que la música, a través de él, se revele en toda su magnificencia. Se eclipsa para que resplandezca mejor la coreografía. Con su obediencia activa, es testimonio de un hálito mayor que su propia naturaleza. Se vuelve la encarnación viva, visible, de la música, que, sin él, permanece invisible.

La Tradición enseña el camino interior que hay que llevar a cabo de la cabeza al corazón, pero ella no dará ningún paso en su lugar. Estudiar la tradición al pie de la letra no significa tener conocimiento sino conocer la doctrina. Negar la teoría es absurdo, pues se rechaza la experiencia de los Padres que han llevado a cabo el camino hacia la deificación, encontrando las mismas pruebas y cuyos ejemplos nos sirven de guía. El camino se vive libremente en el Espíritu, en el maravillarse de lo cotidiano, en la escucha de los Antiguos y en la relación silenciosa con el Dios vivo en nosotros. La Pascua simboliza el renacimiento de todo lo creado en «cuerpo glorioso», de Hombre restaurado en su unidad ontológica.

¿Así pues, el arte puede ser religioso?
Religioso ciertamente, pero no puede sustituir a la religión que necesita una total participación del Ser: cuerpo, alma, espíritu y una superación hacia lo divino. La música no es más que una parte de la Tradición. Es peligroso tomar una parte del Todo y hacer de ella una verdad plenaria.

La salmodia, la iconografía, la teología, la ascesis, el ayuno, la plegaria, la vigilia, los votos de pobreza, de obediencia, de castidad, de trabajo diario, el acoger a los huéspedes, el año litúrgico... no pueden pretender tampoco circunscribir la plenitud de la divinidad, pero todos participan, en su límite y en su vocación, a la purificación del corazón que es «el órgano» de la inteligencia, y en la construcción del cuerpo como templo de carne, el receptáculo de la Gracia.
La luz del sol, por ejemplo, brilla sobre todos los justos y los injustos, pero sólo aquéllos que se detienen para contemplar su resplandor podrán sentir su belleza y su poder. Si yo soy el receptáculo de la Luz, no por ello soy el sol que se da a conocer por sus energías, sino que un abismo me separa de su naturaleza.

¿Podríamos contemplar el icono de la crucifixión?
El Padre se inclina ante el icono y luego lo venera con un beso.
El icono no es una pintura, no se lo examina como un cuadro, sino con la mirada de la fe, se deja que la imagen nos hable al corazón, lo que se traduce por la perspectiva inversa. El punto de fuga se sitúa en el hombre, lo conduce a su centro. Para acoger las Presencias Espirituales, la iconografía obedece a leyes muy estrictas; por ejemplo, tres días de ayuno antes de dibujar algunos trazos que manifiestan movimientos de vida, como en el caso de la mirada. Estos gestos deben de estar purificados de toda emoción y pensamiento personales, pues son portadores de Otra naturaleza más que nuestra naturaleza apasionada. El icono vuelve visible lo invisible, revela el Rostro interior de un santo, de la Virgen o de Cristo. Cuando usted mira la foto de un amigo, es la persona lo que ve en el papel; en el icono, es la Presencia la que se venera a través de la imagen, y no el objeto en si mismo, pues esta Presencia real, dinámica, viva, despierta por analogía un estremecimiento interior que hace del fiel un participante en el misterio de la Vida, que es movimiento. El icono es una plegaria visible, nos sitúa en resonancia con lo trascendente, la eternidad. 
En este icono de la crucifixión, que representa una de las doce fiestas del año litúrgico, tenemos: un cielo de oro para significar que la luz es de otra naturaleza que la luz visible del sol y de la luna representados a ambos lados de la cruz. El tiempo es intemporal, es espacio más allá de lo creado, la cruz traspasa el espacio-tiempo y nos eleva. Cristo no bendice ningún sufrimiento mórbido sino que el cuerpo, pegado a la madera, parece el de un recién nacido de piel nacarada. Para recalcar que esta muerte no es inútil, un ángel recoge, con un cáliz, la sangre y el agua que manan de la Fuente. El nuevo Adán sella la Nueva Alianza de Dios con Su creación. El primer Adán es representado bajo forma de un cráneo sobre una cruz horizontal de huesos al pie de la cruz erguida. El hombre antiguo sirve de zócalo al Hombre Nuevo. María, madre de la humanidad de Jesús, matriz de Dios, se tiene de pie con el bienamado apóstol Juan con la expresión de los sufrimientos e un parto. Al fondo, la Jerusalén celeste, elevada con respecto a la tierra verde, expresa la promesa de los bienes venideros. No hay en esta crucifixión ninguna dramatización, sino la eclosión hacia una nueva Vida.

Esta crucifixión no se parece en nada al Cristo sufriente de nuestras iglesias de Occidente.
Para la Tradición ortodoxa, la pasión reviste un carácter de victoria real y no de sufrimientos. Las humillaciones, la crucifixión, el descenso al sepulcro, son testimonios del carácter triunfal de la majestad divina. Esta paradoja trasluce en los himnos de cuaresma: «Me arrancaron mis vestiduras y me vistieron de púrpura, colocaron sobre mi cabeza una corona de espinas y pusieron en mi mano un cetro de junco.» el vestido de irrisión aparece como el manto de luz del rey que viene a juzgar al mundo. 

Cristo vino a dar testimonio sobre la Tierra de que lo contrario de la muerte no es la Vida, sino que lo contrario de la muerte es el nacimiento y de que el hombre, durante su existencia, puede alcanzar su Vida, realizando en él una conversión, viviendo voluntariamente el misterio de la redención que se identifica a la obra de la creación. El Hombre transfigurado conoce las razones esenciales de todas las cosas hasta su finalidad. Se convierte, por la gracia, en co-creador y participa en la transfiguración del universo hasta la Parusía.

Antes de despedirme de usted, Padre, ¿podría decirme unas últimas palabras?
¡Si, tuteándote! No envejezcas tu existencia sin dar a luz tu vida, no banalices cada día con temores sin fundamento o vanas ambiciones. Que cada día sea para ti una fiesta, un maravillarse, que tus gestos sean alabanzas, tu vida una risa bailada, que estalle por toda tu piel en parcelas de luz y atrévete a gritarle al mundo dormido la Belleza de la Vida con himnos de alegría.

«¡Cristo ha resucitado!»