LA MIRADA CONTEMPLATIVA Marie Madeleine Davy

La meditación puede definirse como un estado. De todas maneras, la adquisición de ese estado exige un entrenamiento. De ahí la necesidad, antes que nada, de meditar de una manera cotidiana y a horas fijas. De la misma manera, un músico hará infatigablemente sus ejercicios y escalas de piano, con el fin de obtener la ligereza de dedos y de muñecas. En otro nivel, la Iglesia pide a sus adeptos que asistan el domingo a un oficio litúrgico. Es importante monopolizar la atención en momentos precisos. Si no la atención corre el riesgo de vagabundear. Cada uno sabe lo difícil que es concentrarse y recogerse. Siendo esencialmente móvil, el hombre se encuentra continuamente invadido por pensamientos, deseos que no cesan de distraerle y de acapararle. Puede rechazarlos pasajeramente a la manera de los mosquitos que un gesto de la mano aleja para volver enseguida a revolotear ante el rostro.

Al cabo de semanas, de meses, de años, un cambio se produce con respecto a la meditación. Esta, hasta entonces, aparecía como algo apremiante, hela aquí, ahora, deleitable. La media hora o la hora de meditación se instala, se despliega. Los límites del tiempo se borran. La meditación colorea la existencia, la impregna; llega a ser una atmósfera, un ambiente. Ante este cambio operado con lentitud, el meditante corre el riesgo de inquietarse. Tomando consciencia de una novedad que se manifiesta en él a su pesar, y no de una manera voluntaria, puede tener momentos de angustia. En esos momentos experimenta su propia singularidad y como consecuencia su diferencia. Helo aquí aislado, zambulléndose en una especie de vertiginosa soledad, emergiendo de la omnitud. Lo que interesa a la mayoría de los individuos parece no concernirle ya. Los juegos de los demás le dejan indiferente. Constatación dolorosa. No está todavía perfectamente unificado, pero la unidad comienza a manifestarse en él. Un nuevo conocimiento de si mismo se esboza. La visión de sus yoes corre el riesgo de hacerse intolerable. El meditante querría volver hacia atrás, reencontrar la agitación que le procuraba la sensación de existir. Ninguna vía de vuelta se comprueba como posible. Su caminar parece suspendido. Los deseos que, anteriormente, le impulsaban hacia el futuro se borran poco a poco. Está de alguna manera suspendido entre dos vacíos. Si opta por el instante presente, podrá progresar. Si rechaza esta opción, se sumergirá en la desesperación. La sabiduría consistiría en hacer frente, en aceptar la mutación que le zambulle en una novedad de vida que es importante que él asuma. El peligro sería tomar consejos de aquí y de allá, o también evadirse de su singularidad y de su soledad buscando mezclarse con la multitud.

Hasta ese momento, él era esclavo de si mismo. De repente, penetra en una tierra desconocida: la de la libertad. Esta libertad le parece pesada, imposible de soportar. Si renuncia a ella será presa de las diversas desviaciones. Si la acepta con gratitud, dominando su miedo, y helo aquí salvado de si mismo, desapegado de todos sus proyectos. En adelante, ya no será más el buscador moviéndose en una dimensión horizontal. El optará por el crecimiento en la verticalidad.

Muy pronto otro cambio se produce. Los sentidos interiores van a nacer y estarán sujetos a un continuo crecimiento. Estos sentidos interiores rompen las cáscaras de la literalidad para descubrir el fruto. Cuando el meditante lee las Sagradas Escrituras –Biblia,...por ejemplo–, a través de las palabras, de los símbolos, de las alegorías, el contenido se vuelve continente: el espíritu surge. El sentido sutil le sacia la sed y a la vez la multiplica por diez. Habiendo llegado a ser la presa de una nostalgia cada vez más amplia, seducido por aquello que ha descubierto, todo en él se interioriza. El meditante se vuelca en la interioridad. Un descuartizamiento desconocido se instala pasajeramente en él. El exterior se distingue del interior, lo de afuera de lo de adentro. De ahí el desgarro que no se podría evitar.

División momentánea pero dolorosa. Hablar de ello sería vano. De vez en cuando, el meditante se experimenta como presente a una Presencia secreta que no tiene ningún nombre. En otros momentos helo aquí disgustado por la ausencia de esa Presencia. ¿Se ha retirado voluntariamente? No. La prueba suscita en él un movimiento dinámico en el cual se asume en la plenitud de la libertad. Devenido creador, desde ahora va a vivir en una dimensión nueva. El hombre, «un creador creado». Tomando conciencia de su responsabilidad, habiéndose vuelto humilde y modesto, va a poder recrearse, modelarse, devenir un ser nuevo. Un amor universal no tarda en invadirle. Este amor va parejo con un conocimiento cada vez más lúcido. Esta nueva creación consiste en expandirse en un constante renunciamiento.

VACUIDAD

A propósito de esto, las consideraciones de Maestro Eckhartson significativas. El no-apego se sitúa por encima del amor y del conocimiento, a la vez que los incluye. El meditante se desapega no solamente de si mismo sino de sus descubrimientos. Enseguida, la angustia y el miedo le dejan. Una suave quietud hace su nido en él. Penetra en una vacancia, en un estado de vacuidad. Mantenido por las energías surgidas del mundo invisible, una transfiguración se opera. Ante ella, helo aquí maravillado. El maravillamiento nace en su fondo. Fondo inasible cuya puerta se entreabre en ciertos instantes. Audición furtiva, visión momentánea. Palabras secretas. Certeza de que el Reino de los Cielos está adentro. Nuevo Génesis. Suprema decantación. Consciencia de ser un microcosmos. Enriquecimiento desmesurado, a la vez teóforo y portador de todo el universo. Las dimensiones humana y divina se funden en una nueva alianza y celebran sus bodas. Necesidad para llegar a ser divino de ser profundamente humano. Todo estancamiento queda rechazado. Dentro, el dinamismo se acelera. Audición y visión se emparejan.

La apertura del oído, de los ojos, de los labios y del corazón es el objeto en la Biblia de una demanda atendida, «Tu me has abierto los oídos», canta el salmista (40,7); el corazón de Lydia está abierto (Act. 16,14). Todavía más, ante el meditante, se produce una apertura inefable: las puertas de los cielos se abren (Sal. 78,23): «Desde ahora veréis el cielo abierto» (1,52). Las cercas se derrumban: un mundo transfigurado surge. El meditante distingue reflejos, todo se vuelve espejo de la belleza. El amor provisto de conocimiento no retiene más que la belleza.Ante él, la fealdad se desvanece y el mal no queda registrado en la memoria. El símbolo de los «cielos abiertos» significa un acercamiento de la Verdad. La Verdad no se ve en su plenitud, se contempla de lejos. «Amour de loingt» decían los autores medievales a propósito del amor cortés para designar el amor sentido hacia una mujer a la que no se podría abrazar. No se presenta todavía frente a frente con la luz. No obstante, su realidad no se pone en cuestión. No se podría dudar de su esplendor encaminándose hacia él.

Ciertamente, el meditante no está todavía transformado en la plenitud de la luz. Sin embargo un desvelamiento se opera. A través de las tradiciones y las religiones, una abertura da lugar a un mundo nuevo. Un más allá de las formas, de las contrariedades, de las leyes, de las obligaciones, de las autoridades. El acercamiento de los misterios comporta un más allá del tiempo y de la historia. Naciendo al espíritu, el cuerpo y la mente se aclaran y se mantienen mutuamente en un reposo activo.

Poco importa, desde este momento, la oscuridad o la luz; todo se vuelve translúcido. La noche, juzgada como espantosa, es ahora amada, ella da nacimiento al día. La sombra se desvanece ante el alba. Y cada mañana llega la luz, de ahí una perpetua festividad regocijando el corazón y haciendo brotar las aguas vivas. La unidad realizada entre lo de afuera y lo de adentro, los mundos invisible y visible, se manifiesta con claridad. Esta proviene del fondo antes de expandirse fuera. «Me despertaré a la aurora», dice el texto bíblico (Sal. 57,9). Aurora alada, precisa aún más el salmista (139,9). Aurora provista de aleas, atravesando los espacios más lejanos.

Comparable a un pájaro, el meditante no almacena nada, no tiene ninguna necesidad de alimento. El mundo invisible se lo proporciona. Su mente, y la fina punta de esta, se ha mudado en espíritu. No siendo ya prisionero de sus fantasmas, de sus deseos, de sus quereres, ninguna forma aprisionante podría retenerle.

En el fondo de ese fondo, un silencio abisal. A veces, sonidos. Una música de órgano puntuada con intervalos para asegurar la pausa, la reflexión.