LA SACRALIZACIÓN DEL MUNDO Jean Biès

El Espacio Sagrado

Paradójicamente, como siempre, la sabiduría enseña que el mejor medio de reconquistar nuestra libertad interior no es el desperdigarnos en un espacio cada vez mayor –visión puramente cuantitativa– sino, por el contrario, concentrarnos en pequeños espacios; visión cualitativa, es decir sacralizante.

La ciudad moderna ha sido inventada por personas locas, para volver a locos a los demás. Las paredes que la ciudad levanta separan a sus habitantes antes de enfrentarlos, impidiendo a la vez las relaciones entre los hombres y el mundo, y la comunión de los hombres entre ellos. Partiendo así el espacio, las paredes cada vez más multiplicadas, han desarrollado una visión dualista, a la vez causa de conflictos siempre más agudos y han arruinado a la inteligencia en lo que de mejor tiene; el espíritu de síntesis. Por su atmósfera irrespirable, la ciudad agota las energías, aumenta la indiferencia hacia el otro y más tarde la hostilidad, destruye el entusiasmo creador o lo exalta en lo sórdido.

Es urgente y necesario el protegerse contra tales agresiones. La necesidad de ello no es nueva: los Griegos habían inventado el temenos, el recinto sagrado, y protegiendo los templos y los oráculos, como los hindúes, el mandala, símbolo auspicioso que nadie puede pisar.

Nuestro mundo está escaso de todo ello.

Hay un lugar sobre el cual la ciudad no puede nada: la casa en la que vivimos, que somos libres de acondicionar, de decorar, de amueblar, a nuestro modo. Aquí todo tiene su importancia: la situación misma, las proporciones y los volúmenes, la disposición de las habitaciones, la utilización de los colores, la colocación de las aberturas; por no hablar de las corrientes telúricas tan queridas de la geomancia china. Ninguna ley ni nadie nos puede prohibir el hacer de la casa un enclave de humanismo, o todavía mejor, un santuario doméstico, noble por el material, caluroso en la acogida, en el cuál la alfombra, unas flores, un espejo, todo poetizando el lugar, es como un recuerdo de Lo Esencial. La multiplicación de objetos, la proliferación consumista rellena, recarga el espacio y lo obstruye como lo hacen tantas otras realidades falsamente indispensables, le impide respirar, borra y mata la noción de vacío. Todos esos objetos no son más que la réplica exterior de incesantes movimientos del mental, animados por la avidez, la insatisfacción y la necesidad de acumular para asegurarse. El vacío es como el eco espacial de la Vacuidad y da más relieve a los espacios llenos en los que cada cosa es tanto más preciosa cuanto más rara; afirma, junto a otros espacios, simetrías sabiamente asimétricas; pone toda la casa en Tao, tal y como lo están, evidentemente, los interiores acomodados pero sobrios de un Vermeer, proyección del orden que existe en aquellos que viven ahí, pero también, invitación a reproducirlo en uno mismo.

En el centro de la ciudad, la casa; en el centro de la casa, el oratorio, la habitación de plegaria o de meditación, en cuyo umbral se tendrá la delicadeza de descalzarse (así Yahveh pidió a Moisés que se quitara las sandalias antes de subir al Sinaí) y de prepararse para la mas alta de las actividades: el cambio de estado de consciencia. Y será precisamente en este simple y modesto espacio, donde se descubrirá un lugar más vasto que el mundo, donde uno podrá al fin liberarse de sus límites.

Si el mundo que nos rodea es una jaula dorada, el oratorio cerrado en si mismo es la puerta abierta sobre la inmensidad. El oratorio evita la dispersión, invita a la pobreza voluntaria. Un cojín, una vela, un icono, una barra de incienso, así es el lugar más denso, el más real del hogar, ahí donde deshacerse de las tensiones, reconciliarse con uno mismo, sacudir el polvo y las preocupaciones de la jornada, rehacer las fuerzas, curarse de la extraversión frenética que imponen el grupo y el trabajo a través de la introversión en la posición sentada y en el silencio, los encuentros con ese esencial rabiosamente relegado entre los detalles secundarios y los desperdicios.

Sacralizar el espacio será actuar de manera que toda meditación o plegaria, todo acto de adoración se efectúen de cara al Oriente. Hay que haber olvidado trágicamente el significado de los puntos cardinales para celebrar, por ejemplo, una misa de cara al sol poniente –morada de los residuos psíquicos–, sin inquietarse nada por las repercusiones vibratorias que esa ausencia de concordancia entre el ser humano y el cosmos puedan tener a la larga. Esa nueva disposición no ha podido venir mas que de la mente de los cristianos de las ciudades, que no ven para nada el sol surgir y ponerse, y que están separados a la vez del buen sentido terrestre, y del esoterismo espacial.

Cuando uno se ha familiarizado de nuevo con la idea de que tal o cual espacio es sacro, se descubre que no importa que espacio lo es igualmente. Y que, incluso si se está en un basurero, uno se sabe en el centro.

La Naturaleza es un Templo

En el espacio se despliega la naturaleza, que también hay que sacralizar. Luchando contra el panteísmo pagano, el cristianismo se dedicó a separar a Dios de su creación, para relegarlo más y más en el cielo.

En los tiempos modernos, el cientificismo a pretendido reemplazar a Dios. Armado con su tecnología, ha dominado, domado, explotado la naturaleza; le ha dado el golpe de gracia. El homo technologicus también aplana los caminos, como lo decía Isaias en un contexto opuesto, él rellena los huecos, rebaja las montañas, nivela los caminos. Podríamos añadir que transforma los vacunos en carnivoros e instala el desierto donde había agua.

Si el politeismo a desaparecido de Occidente, su retirada no ha dejado sin embargo una materia inerte, violable a voluntad. Le debemos al Cristianismo Ortodoxo Oriental el haber bautizado la naturaleza más que el haberla exilado y convertido en algo maldito. Encarnandose, nos lo explican, el Hijo de Dios a santificado la materia del mundo: la tierra, desde que él la ha pisado con sus pies, el agua desde que él ha entrado en ella para su bautismo, los árboles, desde que el a estado tumbado en el bosque, el aire, desde que él lo ha respirado, volviendo así a la creación entera a sus modalidades paradisíacas. El mismo cristianismo recuerda que la creación está toda vibrante y dinamizada por esos logoï, por esas «energías divinas» que le fue dado ver a Moisés en la Zarza ardiente: relámpagos de la Gloria divina, destellos de la Luz increada.

Extenuados de escepticismo, aquellos que siempre tienen buenas razones para no creer en nada, pretenden que creerían en Dios si asistieran a un milagro. No se dan cuenta de que el milagro está por todo, y que si ellos no lo ven, es porque el milagro salta a la vista. Los mirabilia de la naturaleza están ahí para testimoniar de una presencia inimaginable ante la cual abismarse, como dice Shahrazade, en los «límites del asombro y la admiración».

Tenemos que reaprender todo acerca del arte de la observación contemplativa de las bellezas de la naturaleza que, con todas sus formas, nos rodea. Tenemos que reencontrar esa mirada ampliada, purificada, renovada, que es la del Ojo del corazón, el cual hace ver las cosas como Dios las ve. Esa mirada es aquella que sobrepasa la visión inmediata, horizontal. Es al mismo tiempo simbólica, poética, y comparte con el niño un cierto don de inocencia. Esa mirada ayuda a comprender que una montaña, un río, un bosque, son algo más que un conglomerado de minerales, una masa de agua, unos troncos de árboles, y nos habla de nuestra ascensión personal, del devenir cósmico, del santuario interior. Este arte de la contemplación, despojado de toda segunda intención de destrucción, de explotación, de conquista, es aquél que nos convierte en el objeto contemplado en virtud de la simple correspondencia que religa el macrocosmos y el microcosmos humano. El pensamiento analógico de los Upanishad ha establecido relaciones entre las hierbas y los pelos, los astros y los ojos, el trueno y la voz, los ríos y los humores. Por la inmovilidad de la posición sentada –que es ascesis- nos volvemos una peña meditativa y reproducimos la Inmutabilidad divina. Por los movimientos y los gestos, nuestros miembros se asemejan a la movilidad flexible de las ramas: reflejamos entonces el juego cósmico. Por el caminar que nos hace acercarnos a los demás, nosotros figuramos entre los seres animados y asumimos la omnipresencia de la energía. Sin dejar de pertenecer a los reinos mineral, vegetal y animal, revelamos al mismo tiempo el reino de la divinidad.

Toda la naturaleza esta ahí para enseñarnos quienes somos. Esa es su importancia pedagógica. A nosotros nos corresponde saber captar sus mensajes, descifrar sus «claves», recordar sus lecciones; y para escucharlas más de cerca, decidirnos de una vez por todas a instalarnos en su seno, conllevando eso un completo giro en nuestra vida o incluso un cambio hacia un destino más modesto. Pero ¿qué no haríamos para escuchar al polvo decirnos que nosotros somos polvo de estrella, lo cual nos hace ser estrella? ¿o escuchar al viento decirnos que no somos mas que un soplo (pneuma), pero que Pneuma significa Espíritu?.
  
El Tiempo Cualificado

- ¿Cuánto cuesta un día y una noche?
- Mil cuatrocientos cuarenta minutos.

De esos mil cuatrocientos cuarenta minutos, ¿cuántos habremos dedicado a la vida interior?

Al termino de nuestra vida, cuando se pesen los cuarenta millones de minutos de esa vida, habrá en un plato de la balanza un "himalaya" de minutos muertos, y en el otro, algunos minutos de lucidez, de inspiración y de caridad. ¿Se inclinará ese plato a nuestro favor?... Ésos raros momentos son, en cualquier caso, los únicos verdaderos; son los momentos sagrados por excelencia, momentos cualificados, cuya intensidad escapa al cronometraje igualitario de nuestros relojes: el momento de nuestro primer encuentro amoroso y del primer beso para la eternidad; la noche en la que se ha recibido de un amigo la confidencia del secreto que le resultaba demasiado pesado de llevar; el anuncio, que nos afecta, de una enfermedad incurable; los minutos en los que un moribundo se despide de nosotros.

Hay momentos dichosos (o trágicos) en los cuales la intensidad nos hace salir del tiempo ordinario, del tiempo profano. Algunos nos acercan al tiempo de los cuentos de hadas, un tiempo que refresca, regenera, reencanta al alma, el tiempo de la leyenda, ese «cuerpo glorioso de la historia», se le ha llamado, en el cual todo es transfigurado. Todos tenemos en la memoria esos instantes de iluminación de la niñez en los que, tomados por una súbita alegría, aligerados por la transparencia, quisimos correr a abrazar a todo el mundo, hasta el perro de la casa y las flores del jardín.

Vivir sin reloj ni referencia cronológica –salvo la del sol en su recorrido-, al margen de toda duración fragmentada, discontinua, es otro medio de unirse a esa otra variedad del tiempo. Practicar los «recuerdos», que consiste en suspender la actividad, o el pensamiento, pararse unos minutos en una especie de vuelo suspendido, es otra forma adecuada para dar un ritmo al transcurso de la jornada.

También se puede, cuando llega la noche, pensar en sacralizar ese momento del día que se acaba, y darse cuenta de si se ha hecho de él un lugar de luz o de atención. Diem perdidi («He perdido mi jornada»), se lamentaba el emperador Tito, apodado «las delicias del genero humano», cada vez que no había podido hacer el bien a alguien. Demuestran el mismo espíritu estas palabras del Padre Agathon, monje del desierto de Egipto: «Nunca me he ido a dormir con alguna queja o reproche contra alguien, y siempre que he podido, no he dejado a nadie irse a dormir con alguna queja hacia mí».

Está bien, después de esta vista de conjunto, el sentirse en orden con cada una de las personas con las que hemos caminado juntos. Una ruptura con una sola persona, crea una lesión siquica susceptible de alterar toda la red de relaciones. No es posible avanzar si se arrastra tras de si la menor reticencia contra alguien, la menor animadversión. Ese es todo el sentido de la confesión. La Biblia recuerda que antes de la muerte, hay que haberse reconciliado con todos aquellos a los que se ha conocido aquí abajo; y si «el sueño es hermano de la muerte», hay que hacer como si se fuera a morir esta noche. El I Ching, por su parte, no olvida el subrayar que hay que estar en paz con todos, no odiar a nadie puesto que «el odio es una especie de participación por la cual uno se liga al objeto odiado».

Este buen entendimiento con todos comienza por sencillas precauciones, por detalles preventivos que determinan el resto: obligarse a responder a cada carta, ser puntual a la hora de una cita, practicar la delicadeza de corazón que consiste en, por ejemplo, no hablar al otro de algo que nos interesa, sin habernos preguntado si también le interesa a él. Una primera atención y puesta en orden de nosotros mismos, incluso si el otro no se está dando cuenta de ello o incluso nos sonríe. Entonces no solamente nuestra casa exterior estará en Tao, lo estará también el hogar que nosotros somos.

Pero la más segura sacralización del tiempo es el vivir todo momento con toda la intensidad, vivirlo plenamente. Debemos hacer que el presente sea lo más pleno posible, para nada en el sentido epicúreo de un disfrute sensual siempre listo para "disfrutar a tope", sino por realismo filosófico: este momento solo existe ahora, y no volverá; eso dice bastante de su valor. En el siglo XVIII, el Padre Caussade escribía en su Abandono a la divina Providencia que «lo único necesario para el alma se encuentra siempre en el presente»; y añadía: «Dios es la realidad de cada instante». El Maestro Eckhart ya había escrito de Dios diciendo que era «el Dios del presente». Solo el presente desvela la Presencia. El día de la salvación es hoy. Es hoy cuando nos hace falta ser justos, fieles, amantes. William Blake quería «coger la eternidad en la hora que se va». El sufí es «hijo del instante» del cual participa, deslizándose del primero al siguiente como, entre los dedos, las perlas de un rosario; continuidad ininterrumpida de instantes asegurando la continuidad de una Creación que, si una sola perla faltase, desaparecería en seguida por completo. Finalmente para Dôgen «solo existen este día y esta hora».

Las citas son tan innumerables como los instantes mismos de los que está hecha la eternidad.

Sobre el Gesto Justo

Durante mucho tiempo estuve intrigado por el hecho de que mi viejo amigo Nicolai Alexandrovitch Miklachevsky besaba muy respetuosamente la mano de las mujeres, pero, a veces, se abstenía de hacerlo aun a riesgo de pasar por un grosero. Me decidí por fin a preguntarselo: Nicolai se abstenía de besar la mano de las damas los domingos que había comulgado con el cuerpo y la sangre del Señor. Quería él guardar en los labios el sabor, y le habría parecido sacrilegio el tener contacto con cualquier cosa, incluso la delicada piel de una mano femenina.

Este hombre tenía el sentido de lo sagrado, él sacralizaba su vida. Es de esa misma manera como él firmaba, encendía los cirios, se inclinaba ante los iconos, mostrando de esa manera que los gestos más simples pueden alzarse al rango de ritos y con toda naturalidad inscribirse en el orden cósmico. El sabía tanto intuitivamente como por herencia que un gesto hecho con consciencia, atención, deferencia, puede tener consecuencias insospechadas sobre el que lo hace cada día. Es lo que en el taoismo se llama «las acciones y reacciones concordantes»: uno es por completo moldeado por lo que hace como por lo que piensa en el momento presente. Las repercusiones vibratorias se propagan y repercuten a través de los niveles físico, sico-mental y espiritual, incluso sobrepasan a la persona para prolongarse fuera, de semejante en semejante.

Realizado con este espíritu, todo acto hace llegar a su autor sea cada vez más. Es algo que sabía P´ang Yun cuando sacaba el agua del pozo, cortaba leña, todo ello liberado de todo pensamiento, de toda preocupación parásita, devuelto a si mismo, accediendo a la libertad esencial. Es lo que habían comprendido en nuestra tradición, Tauler al poniendo el oficio de tejer y el de zapatero en la categoría de los dones del Espíritu Santo, y santa Teresa de Ávila identificando los pucheros de cocina con los recipientes sacros , en los que los anacoretas de Escita confeccionaban los canastos de mimbre.

Es a esta escuela del gesto verdadero, a la que estamos invitados, es esta escuela la que enseña a unir al gesto, el silencio y la plegaria, y que, ritualizándolo, lo desautomatiza. Nada se sitúa hoy en día más en el lado contrario de esta sacralización, que los gestos incontrolados, vacíos de consciencia, en los cuales el hombre hace de la máquina su dueño, la imita, la obedece. Tenemos que reencontrar, incluso reinventar todo aquello de lo cual el modernismo a creído tener el deber de emanciparse imaginando que había llegado a la edad adulta. Tenemos que redescubrir la acción de gracias antes de las comidas, un alimento sano y espiritualizante, una ropa envolviendo las formas y disolviendo el yo; y también, los ritos en el sentido más exacto del termino, tal como la posternación, de la cual Occidente, creyéndose adulto, ha creído que era necesario desembarazarse. Nos acordamos de la respuesta del rabino al discípulo que le preguntaba por que ya no había milagros: «porque los hombres no se inclinan ya lo suficientemente bajo».

Fragmento de: PAROLES D´URGENCE, Jean Biès, Terre du Ciel, ISBN 2-908933-11-X